La caldera de una larga noche
Antonio Cafiero
asumió como sucesor del fracasado Rodrigo al frente del Ministerio de Economía.
En su breve gestión no consiguió elaborar un plan económico y se limitó a
establecer parches que lograron profundizar más aún la crisis, esencialmente, por
la resistencia de los trabajadores, que se encontraban acicateados por el
aumento del costo de vida, que durante ese año llegó al 334,8 por ciento.
No sólo la crisis
se profundizaba en la economía, la situación política también daba muestras de
una dinámica hacia el colapso. Isabel pidió
licencia desde el 13 de septiembre hasta el 6 de noviembre. Durante ese período,
Ítalo Luder asumió el cargo de presidente provisional del Senado y la sucedió
transitoriamente. El nuevo mandatario procuró ganar el apoyo de las Fuerzas
Armadas, envió al Congreso un proyecto para la creación de un organismo
dedicado a la seguridad interior que dejaba en manos de los militares la lucha
contra la denominada “subversión armada”.
El 12 de diciembre,
el brigadier Orlando Capellini intentó un golpe de estado que fracasó porque las
jefaturas de las tres fuerzas no habían terminado de cohesionarse detrás de ese
objetivo, pero dejó en evidencia que las condiciones estaban maduras e
incorporó a la agenda de todos los referentes políticos y sociales la
inminencia de la asonada militar.
La indiferencia que
generó en la población el alzamiento de Capellini terminó por despejar las
dudas del alto mando sobre el grado de resistencia popular que se podría
desarrollar; obró como un verdadero ensayo.
El 24 de diciembre
de 1975, en un infrecuente mensaje al país, el general Jorge Rafael Videla
enfatizaba: "el Ejército Argentino,
con el justo derecho que le confiere la cuota de sangre generosamente derramada
por sus hijos héroes y mártires, reclama con angustia, pero también con firmeza,
una inmediata toma de conciencia para definir posiciones. La inmoralidad y la
corrupción deben ser adecuadamente sancionadas. La especulación política,
económica e ideológica deben dejar de ser medios utilizados por grupos de
aventureros para lograr sus fines. Así, no cejaremos hasta el triunfo final y
absoluto que será, a despecho de injustificadas impaciencias o intolerables
resignaciones, el triunfo del país". Algunos medios comentaban del
establecimiento de un plazo de noventa días para el gobierno, impuesto por el
jefe del Ejército.
“Los planes militares van a recibir, además, una ayuda
inesperada. El PRT-ERP, en una muestra de desesperación por el fracaso de su
política militarista (que ya no podía ocultarse), decidió la ejecución de un operativo
de gran magnitud, a pocos días del intento de la Fuerza Aérea. La localización,
tamaño y características de la operación la hacían particularmente riesgosa,
tanto militar como políticamente. Considerando los elementos presentes en el
caso, el intento de copamiento de las instalaciones militares de Monte
Chingolo, a fines de diciembre de 1975, parece haber sido planeado con la
expectativa de un ‘golpe de suerte’. Pero esta aventura guerrillera, de por sí
imprudente, estaba condenada de antemano (un infiltrado en las filas del ERP
había advertido a los militares sobre la operación) y resultará en el mayor
desastre para la organización, mientras brindaba una excusa óptima a los
sectores golpistas”[1].
Los tiempos se
agotaban aceleradamente, entonces Isabel realizó un nuevo intento por controlar
la situación. El 4 de febrero, nombró a Emilio Mondelli como ministro de
Economía. Unos días después, anunció un plan de emergencia que reeditaba lo
planteado por el patrocinado por Celestino Rodrigo.
La compensación por
la pérdida del poder adquisitivo se limitaba a un aumento salarial del doce por
ciento, los ingresos se congelaban por seis meses y se suspendían las cláusulas
convencionales vinculadas a la productividad. Mientras tanto, el valor de los combustibles
y tarifas casi se duplicaban.
Estas medidas
contaron con el consentimiento de las 62 Organizaciones Peronistas lideradas
por Lorenzo Miguel, pero la burocracia no era un bloque monolítico. Algunos sectores
del sindicalismo, como el representado por el secretario general de la CGT, el
textil Casildo Herreras, se manifestaron prescindentes y otros, como el
gobernador bonaerense, el metalúrgico Victorio Calabró, francamente en contra y
planteando la renuncia de la presidente.
La clase obrera
intentó resistir al nuevo ataque a sus condiciones de vida, pero las fuerzas no
tenían la contundencia de siete meses atrás. Luego de obtener la homologación
de los convenios, “la participación de la
clase obrera en la arena política nacional tendió a diluirse”. Su actividad no
disminuyó, por el contrario, “desde julio 1975 los conflictos laborales se
multiplicaron en todo el país. Las estadísticas del Ministerio de Trabajo
registran para el período julio-agosto 453 conflictos, sólo 157 menos que los
registrados en los seis primeros meses del año. Luego de este pico la cantidad
de conflictos se mantuvo por encima del promedio general del período...”[2].
Las iniciativas de
resistencia se manifestaron con fuerza sectorial pero no llegaron a confluir en
una manifestación central de peso.
En el interior se
canalizó la bronca hacia las dirigencias gremiales regionales, que en varios
casos “debieron ponerse al frente de la
mayoría de estos conflictos. A su vera, las coordinadoras interfabriles seguían
activas (aunque cumpliendo un papel mucho menor, debido fundamentalmente a los
golpes del aparato represivo)”[3].
Los trabajadores
veían la necesidad de enfrentarlo, pero también intuían que el problema era más
de fondo y que ya no contaban con los recursos imprescindibles como para enfrentar
con posibilidades los nuevos desafíos. Así, los movimientos de resistencia fueron
apagándose paulatinamente, las medidas del Ejecutivo se impusieron sin generar
entusiasmo en los factores de poder. Para el gobierno fue una postrera victoria
pírrica.
***
A pesar de la combatividad
obrera y del desarrollo de nuevos organismos de clase, el accionar de la Triple
A y sus colaterales continuaba desenvolviéndose con total impunidad. Diariamente
se secuestraban luchadores de todas las corrientes políticas y democráticas y se
los ejecutaba a mansalva.
Desde los últimos
meses de 1974, se fue incrementando el accionar de estos sanguinarios comandos
parapoliciales, muchas veces utilizando ostensiblemente vehículos, uniformes y
dependencias oficiales, pero la mayoría de las ocasiones sin que pudieran ser
identificados.
En la Comisión
Nacional de Desaparición de Personas (Conadep) se registraron alrededor de mil
denuncias por desapariciones forzadas durante el gobierno justicialista[4].
En la publicación
por el 30º aniversario del golpe de estado, la Secretaría de Derechos Humanos
de la Nación, elevó a unos mil cien los casos de las desapariciones de personas
y ejecuciones sumarias antes de la ruptura del orden constitucional. “De acuerdo con esa publicación, una
reedición del informe que elaboró la Comisión Nacional sobre la Desaparición de
Personas (Conadep) entre 1983 y 1984, las desapariciones forzadas previas al
golpe de 1976 fueron unas 600 y las ejecuciones sumarias, unas 500”[5].
Una investigación
sobre “El genocidio en Argentina”, efectuada por un equipo liderado por Inés
Izaguirre, mensuró la represión criminal del período en 1716 asesinados (979
ejecutados y 737 desaparecidos) y 54 secuestrados y liberados.
Con el inicio de 1976
y el enrarecimiento de la situación política, el accionar criminal se
profundizó notablemente. Según el diario La Opinión (8-2-76) “la violencia política ya cobró 52 muertes
en lo que va del año”.
Un día después, Noticias Argentinas informó que en el dique El Carrizal de Mendoza aparecieron catorce cadáveres.
Un día después, Noticias Argentinas informó que en el dique El Carrizal de Mendoza aparecieron catorce cadáveres.
En la zona norte, el
4 de febrero, los diarios informaban sobre el secuestro de dos delegados
navales, Oscar Echeverría y Luis Cabrera, y la mujer de Cabrera, maestra y
delegada docente. El domingo 8, los tres aparecieron asesinados.
El 13, en Carupá, asesinan al sacerdote tercermundista Francisco Soares (58), quien había realizado una misa por los tres gremialistas muertos.
El 13, en Carupá, asesinan al sacerdote tercermundista Francisco Soares (58), quien había realizado una misa por los tres gremialistas muertos.
Ese día, también fueron
secuestrados dos obreros de Lozadur. Al inicio de la jornada se había presentado
la esposa del delegado de la sección chamote Juan Pablo Lobos para informar que
había sido secuestrado de su domicilio por la noche. Los compañeros paran de
inmediato para exigir la aparición con vida del compañero.
A media mañana, se
presenta Segundo Figueroa, miembro de la comisión interna, ante la asamblea de
la fábrica y cuenta que fue liberado luego de ser torturado durante toda la
noche, sin que se tuviera hasta ese momento noticias de la suerte que había
corrido Lobos.
A primeras horas de
esa tarde, se supo de la aparición de un cadáver en Talar de Pacheco. Se
organizó una comisión para que junto a los familiares se presenten para
cerciorarse si se trataba del compañero. Cuando los compañeros pudieron ver el
cuerpo resultaban muy evidentes las torturas a que fue sometido. Tenía quemados
sus genitales, quebraduras en sus extremidades y había sido ejecutado con
varios disparos.
Junto a su cuerpo
había aparecido un listado de compañeros de Lozadur y del sindicato, amenazados
de muerte por la Triple A.
Los ceramistas
quedaron consternados ante la constatación de que la barbarie también los había
alcanzado y continuaron con el paro de actividades para participar del
velatorio de Lobos. También la FOCRA convocó a un paro nacional de repudio al
crimen.
León aportó su
punto de vista sobre estos sucesos: “nosotros
teníamos en esa época discusiones muy importantes con la JTP, una de ellas era
que se habían distribuido pantalones y ropas provenientes del secuestro de
Bunge y Born (ocurrido el 19/09/74, considerado el
mayor secuestro extorsivo de la historia argentina, por la cual
Montoneros obtuvo 60 millones de dólares y la distribución de alimentos y otros
productos en las puertas de determinadas fábricas. En Lozadur, a fin de ese
año, se distribuyeron pantalones a la salida del personal), lo que permitió
identificar a las direcciones de fábrica con los Montoneros, lo que exponía al
activismo y, por otro lado, carecían de sustento político porque no preparaba a
la base para las reglas de juego en que se desarrollaba la lucha política. Si
bien no pasó exactamente eso con Lobos, que era del PC, de perfil bajo pero muy
honesto, ya advertíamos en esa época sobre esa contradicción: mucha
autoproclamación por parte de los dirigentes de la Comisión Interna en forma
irresponsable y, al mismo tiempo, una base militante que quedaba totalmente
desguarnecida, lo que se aplica perfectamente al compañero Lobos, que fue
secuestrado y ejecutado sin que la Comisión Interna haya previsto absolutamente
nada o haya preparado a los compañeros para la aparición de hechos que
lamentablemente se produjeron en esos tiempos con los enfrentamientos con los
sectores más reaccionarios del PJ. Lobos es la primera víctima, no solamente de
la reacción justicialista, sino de la irresponsabilidad y la irracionalidad
política de la vanguardia peronista”.
***
En esos días, la
sospecha de ser observado y perseguido se convertía en un acto reflejo
permanente instalado en la conducta de los activistas. Cotidianamente nos
veíamos sorprendidos por la aparición de nuevos compañeros de distintas
fábricas asesinados por la Triple A.
Los protagonistas
de las luchas en la zona eran sometidos segundo a segundo a un juego de
interrogantes y dudas, de la respuesta acertada dependía la supervivencia.
Era como una
amenaza latente que se cernía sobre todo aquel que había cumplido un rol más o
menos protagónico en las últimas luchas. Desde las sombras, los siniestros grupos
fascistas decidían sobre la vida y la muerte con un perverso mecanismo de
selección de la víctima, al que sólo le dejaban la primicia de descubrir la
inminencia del acto criminal poco minutos antes de su ejecución.
A pesar de la
vorágine sangrienta en que estábamos sumidos, no había muestras de temor, ni de
parálisis originada en el pánico, sólo mayores precauciones. Al mismo tiempo, era
muy fuerte la confianza de que el movimiento obrero reaccionaría y volvería a
encauzar la situación, que sólo se trataba de algo que coyunturalmente se había
tornado por demás desfavorable.
Mientras estas
contingencias afectaban nuestras vidas, eran necesarias nuevas medidas
preventivas adicionales para evitar caer en las celadas tendidas por los
personeros del terror. No ceder al objetivo de los asesinos de imponer el
pánico era una forma de resistir.
Como medida
precautoria, los militantes vivíamos en casas semiclandestinas que no podían
ser ni el domicilio legal ni el declarado ante la patronal; que, además, no
debía ser conocido por compañeros ni camaradas, salvo alguna limitada excepción.
Para cumplir con este requisito cada viaje hacia y desde la fábrica se hacía
cambiando constantemente el recorrido.
En ese entonces,
vivía en un departamento sobre la avenida Fondo de la Legua, frente a la
fábrica Matarazzo. Cada mañana tomaba un camino diferente para llegar a la
fábrica, las opciones eran dirigirme por Paraná, por Luis María Drago o por
Panamericana, que complementaba con diversos itinerarios al bajar del colectivo.
Lo mismo ocurría al regresar, luego de las actividades militantes, teniendo
siempre en cuenta de verificar que no era seguido antes de dirigirme a mi
vivienda.
Desde fines de
enero, el partido me había puesto una custodia armada para ir y volver de
Lozadur. Cada mañana nos encontrábamos con el compañero designado y marchábamos
hacia la fábrica y lo propio ocurría a la salida.
Los intentos de
reaccionar ante el Plan Mondelli pusieron en marcha las convocatorias de los
plenarios de la Coordinadora de la Zona Norte. Las reuniones concretadas
demostraban que los tiempos habían cambiado sustancialmente, por la escasa
concurrencia, por las medidas de seguridad que debíamos adoptar y por el
recuento de efectivos al que nos veíamos obligados por las continuas bajas que
se generaban.
En una de las
últimas reuniones que iba a participar, habíamos quedado con Pedro Apaza, dirigente
de la metalúrgica Del Carlo, en encontrarnos a dos cuadras de la avenida
Márquez y Panamericana. Era una cita previa para poder participar de la
reunión, que desconocía dónde se hacía. A través de un mecanismo de citas se iban
a canalizar a los compañeros para que se pudiera debatir la posible realización
de alguna movilización.
Evitábamos los
bares y confiterías, porque eran los sitios más propensos a ser detectados por
los servicios que pululaban por la zona. Nos encontramos en la parada del
colectivo y apenas pudimos intercambiar unas pocas palabras, cuando un Ford
Falcon gris oscuro, con la ventanilla del acompañante semiabierta, apareció por
la bocacalle y se detuvo para observarnos. Su irrupción nos dio la sospecha de que
la convocatoria había sido infiltrada o que algunos indicios habían llegado a
la cana. Hacerla en esas condiciones
era servirse en bandeja a los matones.
“Flaco, esta reunión está podrida. Vayámonos cada uno por
su lado, tratá de despistarlos. Yo me voy a comunicar con el control para
levantar la reunión. Ya nos comunicaremos y veremos qué hacemos”, fue la última vez que pude hablar con él y uno de los últimos
intentos de reunir a la coordinadora.
Las limitaciones
con que se desenvolvía el accionar de los dirigentes demostraban que las
posibilidades de generar una reacción del movimiento obrero estaban por demás
condicionada.
El funcionamiento
cuasi clandestino, la sangría de compañeros, el repliegue y las prevenciones de
la mayoría del activismo hacía casi una misión imposible poner en
funcionamiento los engranajes de una organización, cuya garantía de éxito
movilizador dependía del debate, de las asambleas y de la democracia para poder
alcanzar la excelencia.
Pocos días después,
los dirigentes y principales activistas de la JTP abandonaban sus puestos de
trabajo y pasaban a la clandestinidad. Era una confirmación de que su pasividad
en las convocatorias de los plenarios tenía que ver con estas decisiones que se
estaban por instrumentar.
En Lozadur, los
compañeros Figueroa y Montaner, ambos de la JTP, que integraban la comisión
interna, dejaron de concurrir a la fábrica sin que supiéramos las razones. Con
el antecedente de lo que había ocurrido con Lobos, los delegados propiciamos
una asamblea general para proponer la paralización de la fábrica hasta que se
pudiera tener certezas sobre la suerte corrida por los compañeros.
Durante dos días
estuvimos parados buscando información sobre su destino. Hubo varias versiones
que circularon en la fábrica sobre su paso a la clandestinidad y otras que
surgían de los corrillos que su ausencia provocaba.
Finalmente, se dio
a conocer una carta de los compañeros donde blanqueaban su situación por las
amenazas que habían sufrido y planteaban que debían hacerlo para preservarse.
Para el estado de
ánimo de los compañeros fue como un baldazo de agua fría, que comenzó a
introducir en los debates abiertos las cuestiones de los peligros presagiados
por el peso de lo inminente.
***
La Asamblea
Permanente de Entidades Gremiales Empresarias (APEGE) fue una agrupación
de federaciones empresariales que funcionó entre agosto de 1975 y principios de 1977. Su creación estuvo
relacionada con la gestación del golpe de estado y el apoyo a la dictadura
militar una vez establecida.
La APEGE estuvo
integrada por el Consejo Empresario Argentino (CEA),
la Sociedad Rural Argentina, la Unión Comercial Argentina,
la Cámara
Argentina de la Construcción, la Cámara Argentina de Comercio, la Federación
Económica de la Provincia de Buenos Aires, Confederaciones Rurales Argentinas,
la Cámara de
Sociedades Anónimas, la Asociación de
Industriales Metalúrgicos de Rosario y la COPAL (alimentación).
El 16 de febrero de 1976, la APEGE
organizó una huelga general
empresaria, la única de la historia argentina, que fue considerada como el
inicio de la cuenta regresiva del golpe de estado que derrocó a María Estela Martínez de Perón.
Poco
después, muchos de sus dirigentes pasaron a ser funcionarios del gobierno
militar. Su último acto público fue una solicitada de apoyo a la dictadura, en
el primer aniversario del golpe[6].
La labor de enrarecimiento
del clima social fue su función esencial y lo logró a través de propiciar el
desabastecimiento, el lock-out, la inflación, la devaluación del peso y la
caída del poder adquisitivo de la población.
Los medios de
comunicación prosiguieron con su prédica sobre la necesidad de imponer orden,
terminar con la corrupción y con la incapacidad del gobierno. El diario La
Razón inauguró una cuenta regresiva, titulando diariamente referencias a la
misma. Otros diarios empleaban títulos catástrofe en todas sus ediciones. Incluso
el derramamiento de sangre de activistas y sindicalistas de izquierda era
utilizado para pintar un escenario caótico que debía resolver una mano más
dura.
Los sectores
políticos también se fueron alineando con esta dinámica. En el Congreso se
multiplicaron los pedidos de renuncia de la presidente. Isabel, el 18 de
febrero, negó toda posibilidad de claudicación y convocó a los comicios
presidenciales para el 12 de diciembre.
Ricardo Balbín, el principal dirigente del
radicalismo, habló al país el 16 de marzo y en su discurso no manifestó una
firme oposición al golpe, por el contrario, lo alentó abiertamente al afirmar
que el gobierno era el único culpable de un posible golpe de estado y redobló
la apuesta cuando enfatizó "no tengo
soluciones" para evitarlo.
Los planteos
militares iban quitando crecientemente espacios de poder al Ejecutivo. El
movimiento de los uniformados ya avizoraba su irrupción en la escena política y
la preparación que se estaba gestando resultaba tan provocativa como evidente.
El 22 de marzo ya los militares, con la excusa de combatir la subversión, iban
ocupando lugares estratégicos[7].
Los vaivenes del
gobierno, los escándalos por negociados, las devaluaciones y el crecimiento
incesante de los precios, fueron empujando a la clase media hacia el reclamo de
restablecimiento del orden, descartando que Isabel pudiera lograrlo.
Todos los sectores
protagónicos del país veían la inminencia del cambio de régimen. Se limitaron a
dejar que la crisis se profundizara y que el gobierno fuera exprimido hasta la
última gota en su decadencia, para sembrar mayores expectativas en el arribo al
poder de los militares.
Ningún sector
planteaba ostensiblemente el respeto a los mecanismos constitucionales. Los
meses que faltaban para el acto electoral parecían siglos y las alternativas
democráticas que estaban sobre la mesa no ofrecían confianza, ni siquiera se
postulaban como una salida institucional ordenada.
La convergencia progolpista abarcó a un arco político y
social por demás dilatado y los aprestos militares para tomar el poder resultaban
tan visibles como convalidados.
Cuando se tuvo
conocimiento que Casildo Herreras, el secretario general de la CGT, iba
a abandonar el país, muchos tomaron conciencia de la inminencia del golpe.
Esto se confirmó el sábado 20, cuando en Clarín apareció un suelto con el
sugestivo título de “Calabró se despidió
de la prensa”. El gobernador de Buenos Aires les deseó "mucho éxito en el futuro" a los periodistas de la Casa
de Gobierno, sin explicar los motivos del "inesperado
saludo". Calabró sabía desde mucho tiempo atrás sobre la decisión de los
militares. Incluso algunas versiones indicaban que en algún escritorio oficial
existía un "listado de personas para ser desaparecidas" provistas por
el Servicio de Inteligencia de la Policía de la Provincia.
Sólo los
trabajadores veían con desconfianza la posibilidad de un golpe militar, pero la
debilidad demostrada por los nuevos organismos, la pérdida de poder adquisitivo
y el caos generalizado en que se desenvolvía su cotidianeidad, terminaron por
llevarlo a una situación de pasividad expectante. También, la sangría que provocaban
los comandos parapoliciales aportaba lo suyo. La ostentación de estas matanzas
a través de los medios de comunicación incorporó una cuota de desasosiego
popular que facilitó el tránsito hacia el 24 de marzo.
Juan Lábake escribió
que “a la hora en que la mayoría de los
argentinos dormían, a nosotros nos derrocaba un golpe militar. No fue un
derrocamiento glorioso ni romántico. Ni siquiera emocionante. No hubo heroísmo
en ninguno de los bandos. Ni resistencia alguna”[8].
El encumbramiento
de la dictadura “fue recibido, primero
con auténtico no diría entusiasmo pero auténtico alivio y aceptación. Cuando la
gente descubrió que el alivio y la aceptación estaban fuera de lugar, descubrió
también que en esa situación de terror no podía manifestar ningún cambio de
sentimientos”[9].
***
En la víspera ya
eran visibles los movimientos de los militares y la evidente parálisis de los
que ocupaban cargos públicos. Jorge llegó con la noticia y de inmediato nos
pegamos a la radio para tener la confirmación oficial de lo inminente.
Unos minutos
después de la medianoche, lo obvio se hacía ostensible y, luego de las primeras
escuchas pasivas, comenzamos a hacer los primeros preparativos que teníamos
acordados en caso de que se produjera un golpe de estado.
Era una sensación
difícil, porque no podíamos acudir a consultar a ningún compañero, no debíamos
marcar ningún número telefónico, estábamos totalmente aislados y debíamos
asumir la toma de decisiones ante el drástico cambio de la situación.
Graciela y Alicia
estaban pálidas por las novedades ocurridas. La primera decisión que debíamos
tomar era que nadie debía asistir a su lugar de trabajo, tendría que pedir
permiso o lo que fuera para justificar su ausencia. Decidimos que era mejor hacerlo
a través de algún compañero de laburo que avisara a la patronal para no tener
que presentarnos ante ella.
El siguiente paso
era el de levantar la casa y organizar todos los trámites para cancelar de
inmediato el contrato de alquiler. Por suerte estaba a nombre de Jorge y
podíamos resolverlo entre nosotros.
El paso siguiente
era organizar nuestra salida, una enorme ayuda era haberlo alquilado amoblado,
porque era más sencillo sacar nuestras cosas del lugar sin despertar sospechas.
También acordamos hacerlo de una sola vez, para no tener que volver al departamento
ni volver a vernos por un tiempo.
Mientras
compartíamos un mate lavado, comenzamos a tratar caso por caso para delinear
los caminos que cada uno debía tomar y cuáles debía evitar. No había que ir a
las casas de los familiares ni a las de los compañeros del partido. Cada uno
debía tener una casa donde ir a parar hasta que se aclarara el panorama. Esta
fue una discusión realizada con anticipación, sobre los refugios que teníamos
que tener previstos para cualquier eventualidad que surgiera.
Yo recordé lo que
me había pasado un par de meses antes, cuando un compañero no apareció una
noche por su casa y nos avisaron. Todos los que vivíamos en casas que él
conocía debíamos encontrar un “aguantadero”, hasta que supiéramos qué había
pasado con él. En esa ocasión, no tuve tiempo de preparar mi refugio y me tuve
que pasar la noche viajando en el tren San Martín, desde José C. Paz a Retiro,
durmiendo y comiendo en el mismo tren, hasta que llegó la hora de ir a
trabajar.
Todo estaba
arreglado, todos teníamos a donde ir a parar. La casa de la madre de Mary, con
quien salía desde hacía un par de meses, era mi lugar de destino. Ya me había
quedado en alguna ocasión y que volviera a hacerlo no iba a despertar ninguna
molestia a su familia; además, estaba en un barrio bacán de Florida, donde
había mayores resguardos.
Fue una larga noche
la del 24, ninguno durmió, ni siquiera lo intentó. Apagamos todas las luces
para no despertar sospechas en el vecindario, cada tanto espiábamos a través de
la ventana y, aunque no se notaban cambios a la cotidianeidad del barrio, todo
parecía distinto ante nuestra mirada. Mientras los informativos sólo
reproducían los comunicados de la Junta Militar, los monobloques se mostraban
con su monstruosidad de cemento habitual, nadie transitaba por la soledad de
los pasillos que separaban a los edificios. En nuestra fantasía suponíamos que
tal vez muchos vecinos estarían haciendo lo mismo que nosotros.
La introducción al
nuevo hábitat del país generaba una ansiedad inusitada, nuestros sentidos se
esforzaban por detectar el sonido exterior para conocer los cambios que se estaban
produciendo. Sólo de tanto en tanto se escuchaba el tránsito por la
Panamericana de pesados camiones militares, sin que tuvieran que eludir ni
compartir la calzada con ningún otro vehículo en su camino.
Cuando se asomaron
los primeros rayos del sol, cada uno preparó su bolso, descartó lo suntuario y
nos aprestamos a partir escalonadamente en distintas direcciones. No sabíamos
cuándo nos volveríamos a ver ni qué contingencias se podrían presentar en
nuestros próximos pasos. Sólo sabíamos que los días que hasta entonces habíamos
vivido ya no volverían, que nuestra rutina casi familiar de convivencia había
llegado a su fin.
Al dejar atrás la
vivienda, que durante meses nos resguardó de tantas acechanzas, un mundo de
infinitas incertidumbres se iba abriendo ante mis pasos, en mi mente se
agolpaba una sensación mezclada de congoja y tensión, que hacía que la
percepción del nuevo día, soleado y cálido, pareciera cargado de nubarrones.
Comprobé que el ser
humano, aún en los peores momentos, tiene fantasías optimistas. Una fugaz idea apareció
entre mis pensamientos: era muy difícil de empeorar lo que habíamos pasado los
últimos meses, con la persecuta en
que vivíamos, las medidas de seguridad que tuvimos que tomar y los crímenes de
tantos compañeros.
Como un rasgo de
lucidez y autodefensa, me vino a la memoria una escena ocurrida durante mi
servicio militar, cuando participé con los compañeros de mi cuartel en un
desfile en Avellaneda. Recordé la actitud del teniente Giménez que, al ver un
afiche pegado en la pared con la imagen de Agustín Tosco, desenfundó su pistola y le apuntó diciendo: “¡qué bueno sería tenerlo en persona!”. Era un tipo que debería
tener un par de años más que yo y ya tenía la mente cargada de odio y violencia.
Seguramente ahora se liberaría como el agua de un dique derrumbado. Pensé en
los datos de la brutalidad descargada por los milicos en Tucumán, cómo se
comportaban ante cada acción represiva a la que eran convocados y refresqué las
discusiones sobre las caracterizaciones de los tiempos por venir. Entonces,
sentí que el estremecimiento generado en la angustiosa noche se potenciaba y se
esfumaba toda falsa ilusión sobre los días por venir.
Una tarde de octubre, al salir de la escuela, con mis siete años a
cuestas, iba con el cotidiano deseo de encontrarme con mi taza de Vascolet y las blancas figazas
untadas de manteca y dulce de leche.
La cuadra de distancia que separaba la escuela de mi casa tenía entonces
una cantidad infinita de entretenimientos, sobretodo desde que lo hacía sin la
compañía de mi madre. Luego de despedirme de mis compañeros, emprendía
despreocupadamente el recorrido habitual y me detenía, en primer lugar, ante la
vidriera del kiosco.
Otra parada obligada era en la verja de la casa de la palmera. De la
construcción mucho no recuerdo, contaba con un gran espacio verde cubierto de
césped e innumerables plantas con flores y, en el centro, una palmera de unos
quince metros de altura que concentraba toda mi atención. Resultaba tan exótica
en ese apartado lugar del porteño barrio de Mataderos, que su sola
visualización disparaba todas mis fantasías. Tenía una necesidad irrefrenable
de detenerme a observarla con mis manos sujetas a la cerca y mi cabeza apoyada
entre los barrotes de hierro. Los gatos, los pájaros o las figuras que se dibujaban
entre el follaje eran el escenario ideal para imaginar historias de aventureros
en tierras extrañas y remotas que irrumpían en mi barriada.
Ese día, luego de cumplir con mi breve cuota de fantasías, continué
distraídamente con mi recorrido habitual. A medida que me aproximaba a la
puerta del conventillo en que vivía, comencé a notar anormalidades que me
hicieron olvidar de la merienda: mucha gente estaba desperdigada en la vereda,
frente a la casa de Miguelito, tres puertas antes de llegar a la mía.
Los chicos se detenían frente el portal tratando de encontrar
explicaciones ante tantos hechos inusuales. Se trataba de una familia italiana
muy humilde, el papá había fallecido un par de años atrás en un accidente
laboral. Los dos hermanos mayores de Miguelito trabajaban y casi no se los veía
en la casa.
Al cabo de un rato pude escuchar que doña Filomena había muerto. Era una
siciliana que vestía unos pollerones hasta los tobillos, siempre de negro y con
su cabeza cubierta con un pañuelo, casi no hablaba en castellano.
Había descubierto una sensación desconocida, se había adueñado de mí
toda la congoja que percibía en los adultos y estaba paralizado ante la fatal
novedad.
Al rato, veo salir a mi amigo llorando desconsoladamente, se sentó en el
umbral de la casa más próxima a la suya y se quedó con la cabeza gacha,
tapándose la cara con sus manos. Varias vecinas acudieron a consolarlo. Lo
miraba consternado, tratando de entender mis imprevistos descubrimientos.
Los chicos se quedaron absortos ante la desgarrante escena, juntos y en
silencio, con esa mirada especial que sólo ellos son capaces, con los gestos
desprovistos de prejuicios y despreocupados de la estética de sus rostros.
Algunos comenzaron a difundir las versiones más antojadizas de la causa de la
muerte, hasta que al final se impuso la creencia de que el deceso había sido
por haber comido duraznos verdes. A mí me pareció la versión más creíble, dado
la insistencia de mi madre de que tuviera cuidado de comerlos si no estaban
suficientemente maduros.
Durante varios días no podía apartar de mis recuerdos la imagen de
Miguelito, su sensación de desamparo había impregnado mi vida.
“¿Los padres pueden
morirse en cualquier momento?”, pregunté a mi madre. Ella eludió el interrogante, en esa época los
padres no contemplaban brindar respuestas a las inquietudes infantiles, sólo
contestó: “apurate con la leche que tenés
que hacer los deberes”. Encubría de esa manera su propia congoja, al
habérsele refrescado el drama que la marcó para toda su vida, cuando quedó
huérfana a los once años.
Un par de años después, sorpresivamente murió mi primo Ile:
aparentemente un golpe en su frente le ocasionó un coagulo que fue tardíamente
advertido por los médicos. Vivía en el campo, en las inmediaciones de la
entrerriana localidad de Bovril.
Habíamos compartido numerosas aventuras en las vacaciones escolares y
gozábamos de la libertad en ese apartado lugar. Los colores de ese cielo fueron
imágenes que nunca dejaron de acompañarme en la vida. Añoraba la infinidad de
animales domésticos y salvajes que nos rodeaban. El particular aroma del campo impregnó
mis recuerdos por mucho tiempo, como también la alegría de compartir el mate
cocido matinal, las aventuras de la hora de la siesta, el impresionante
atardecer y el profundo silencio nocturno. Verdaderamente, envidiaba la suerte
de mi primo.
Aún no concebía que la muerte también pudiera alcanzar a un niño. La
carencia de noticias en que se desenvolvía mi infancia, hacía que las únicas
advertencias de peligro pasaran por el cruce de alguna calle o las arengas
maternas sobre las prevenciones que se debía tener con la electricidad.
La consternación invadió la vida familiar al conocerse la desgracia. No
lograba explicarme cómo podía desaparecer alguien tan alegre, vital e inocente
como Ile. Los interrogantes me torturaban y la incertidumbre era un estado
novedoso recién descubierto.
Luego de esas incidencias infantiles, durante muchos años la muerte no
hizo acto de presencia en mi vida y esos sucesos fueron acomodándose en el
arcón de los recuerdos.
La década de los setenta y las movilizaciones estudiantiles confluyeron
con mis inquietudes juveniles y me incorporé a la militancia política. El nuevo
mundo descubierto me llenó de pasión por transformar la sociedad que agobiaba
de padecimientos a mi generación. Del activismo universitario pasé a insertarme
en las luchas obreras.
Tony fue un entrañable compañero de experiencias. Nos conocimos en las
manifestaciones de apoyo al Cordobazo y una relación de amistad consolidó
nuestros vínculos. Tenía una serenidad especial para tratar los temas más
candentes, su calidez y humildad hacían muy agradable cualquier
conversación.
Al mismo tiempo abandonamos los estudios y nos dedicamos de lleno a la
lucha política en las filas proletarias.
El país vivía profundas convulsiones: el oficialismo estaba inmerso en
enfrentamientos que producían una gran inestabilidad y una de las facciones desató
la represión legal e ilegal sobre la oposición, la izquierda y el activismo
obrero.
Los primeros ataques de la “Triple A” comenzaron a tener en la mira a
los delegados que habían surgido en las fábricas de la zona norte del Gran
Buenos Aires.
Las amenazas y despidos se reiteraban, y la resistencia se multiplicaba.
Esos golpes y contragolpes fueron gestando una espiral de violencia que
ejecutaron los hombres que veían amenazados sus sillones e intereses.
El local partidario de Pacheco se convirtió en
un centro neurálgico de la lucha gremial. Durante varios días, los trescientos
metros que lo separaban de la ruta 197 se convirtieron en un continuo ir y
venir de extraños vehículos, una amenazante atalaya de ocultos observadores que
seguían sigilosamente los movimientos de la militancia.
En una madrugada de mayo, el
operativo augurado por esas cautelosas presencias se consumaba. Una docena de
hombres armados hasta los dientes invadía el local a tiro limpio y ejecutaba a
tres compañeros, entre las víctimas estaba Tony. Fue un golpe inesperado que me
dejó inerte.
La muerte volvía a rondar mi vida después de una prolongada ausencia.
Las aventuras imaginadas en la infancia dejaron el terreno de la fantasía y se
hicieron parte de la realidad cotidiana, sin brindar siquiera un tiempo de
transición para absorber semejante golpe.
Este nuevo encuentro con la muerte planteaba interrogantes muy alejados
de los de mi infancia, el candor había quedado anclado en el pasado, ya no se
trataba de hechos fortuitos que disparaban incipientes dudas sobre el mundo y
la vida. Ahora, todos estábamos en la mira y a la vuelta de cualquier esquina
podíamos encontrarnos con el fin de nuestra breve historia.
La indignación por la muerte de los tres compañeros pesó más que el
temor y no dudé en sumar mis brazos para llevar el féretro de Tony, a pesar de
las fotografías que dejaron mi rostro estampado en los diarios del día
siguiente.
Con el transcurso de los días, los asesinatos se fueron convirtiendo en
hechos cotidianos. César fue fusilado en Caballito, otros dos camaradas
acribillados en Chacarita, los ocho compañeros de La Plata y decenas de
delegados gremiales ejecutados diariamente.
Lobos, mi compañero del cuerpo de delegados, fue secuestrado y su
cadáver apareció con varios balazos y evidencias de horrendas torturas. En su
mano sostenía un comunicado de las Triple A incluyéndome en una lista de
futuras víctimas.
La negra noche anunciada se extendía como una temible mancha de aceite
que revestía la masividad y encubría desapariciones caprichosamente
seleccionadas.
La muerte dejaba de ser una curiosidad, por el contrario, sin solución
de continuidad de la sorpresa pasamos a convivir con ella y hasta a
acostumbrarnos a su temida presencia. Sólo se trataba de eludirla el mayor
tiempo posible. Pero sabíamos que ninguna táctica era infalible y cualquier
día, a cualquier hora, en cualquier lugar podíamos tener una imprevista y fatal
última cita.
[1] Werner, Ruth y Aguirre, Facundo (2009). “La Insurgencia Obrera en la Argentina 1969 -1976”. Segunda edición.
Ediciones IPS, Buenos Aires.
[2] Werner, Ruth y Aguirre, Facundo.
(2009) “La Insurgencia Obrera en
la Argentina 1969 -1976”. Segunda edición. Ediciones IPS, Buenos Aires.
[3] Werner, Ruth y Aguirre, Facundo. (2009) “La
Insurgencia Obrera en la Argentina 1969 -1976”. Segunda edición. Ediciones
IPS, Buenos Aires.
[4] Diario La Nación, 15/04/2007.
[5] Diario La Nación, 13/01/2007.
[7] Luna, Félix. "Historia
Argentina" - 'Gobiernos civiles y golpes militares.1955-1982. Editorial Planeta, 1999, Buenos Aires.
[9] Pigna, Felipe. Entrevista a Tulio Halperín Donghi para elhistoriador.com.ar
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