02 noviembre 2009
Derecho a la información
Ciudadanía versus empresas y gobernantes
El debate generado por la Ley de Medios Audiovisuales planteó una polarización inusitada entre los representantes de los empresarios más encumbrados del sector y el Ejecutivo Nacional. En ambas posturas no se visualizó que se procurara preservar consecuentemente los intereses de la sociedad. Las garantías para superar el discurso único instrumentado por los carteles mediáticos, para alcanzar el pluralismo en los medios públicos o para que se alimente el libre debate sobre el futuro de nuestro país, el hemisferio y el mundo estuvieron ausentes.
Bernardo Veksler (Buenos Aires).- ¿Es posible conciliar el derecho a la información con los intereses empresarios o con los contenidos de los medios públicos al arbitrio del gobernante de turno? Estos interrogantes no lograron encontrar una respuesta racionalmente convincente en el debate generado en torno a la Ley de Medios Audiovisuales. Por el contrario, los medios en manos de los empresarios afectados por la norma sacaron a la luz todo lo sesgados que pueden llegar a ser cuando sus intereses están en juego y dejaron en evidencia la falsedad del apotegma instalado de que no existe conflicto entre el derecho a la información y las empresas dueñas de los medios de comunicación.
Esa idea sostenida por una porción importante de los periodistas, mimetizados con los intereses de sus patrones y en preservación de los ingresos adicionales que les genera ese status quo, es un paradigma de otra época y que no puede resistir ningún análisis serio a esta altura de la historia.
En efecto, en el siglo XIX los sectores sociales dominantes necesitaban contar con análisis lúcidos de la sociedad emergente, sacar las debidas conclusiones de los debates generados para encontrar un rumbo funcional a sus intereses, aprovechar las innumerables oportunidades que brindaba la constante expansión del mercado mundial y estabilizar un sistema político que consolidara sus posiciones.
Por esa razón, es posible considerar a este período como el de mayor libertad en los medios de comunicación y en el intercambio de ideas. Era común entonces encontrar las opiniones de Lasalle, Hegel, Marx, Engels, Bakunin, Kautsky y los grandes pensadores de la época en las columnas de opinión de los diarios y sus tratados publicados por entregas como un aporte al debate y a las confrontaciones ideológicas de esa etapa de la historia de la humanidad.
Pero ese momento de sintonía entre los librepensadores y la prensa pasó a mejor vida al ritmo de las necesidades crecientes de capital que demandó la evolución tecnológica y la diversidad de medios de comunicación generados, de la incidencia social que alcanzó “el cuarto poder” y de los formidables negocios que se montaron alrededor de la publicidad y de los vínculos oficiales. Esa relación dialéctica entre inversiones, poder e ingresos convirtieron a los medios de comunicación en un rubro productivo más en pos de obtener la maximización de la utilidad empresaria. Más todavía, el proceso de concentración monopólica nacional e internacional se manifestó con toda crudeza a través de fusiones, compras y recompras de empresas, cartelización de los productores de insumos, creación de multimedios y cadenas, etc., hasta llegar a convertir a esas corporaciones empresarias en maquinarias aceitadas en función de arrancar prebendas de los gobernantes de turno -condicionándolos o favoreciéndolos según el momento-, que llevó a convertir a esa rama de actividad en una de las de mayor evolución económica y crecimiento.
En la Argentina, tomando en cuenta la influencia de las cuatro primeras empresas en cada uno de los mercados, resulta que el promedio de concentración es muy elevado: representa el 84 por ciento por parte de los primeros cuatro operadores, en el caso de la facturación, y el 83 por ciento en el caso del dominio de mercado (siempre se trata de promedios). Los porcentajes demuestran la consolidación de una situación estructural: las industrias culturales y de telecomunicaciones argentinas se hallan fuertemente controladas por las primeras cuatro firmas. Esta situación se agrava al contemplar los grupos a los que esas firmas pertenecen: generalmente se trata de los mismos dueños que están ramificados en todas las hileras productivas en casi la totalidad de las industrias consideradas. Particularmente los casos de Clarín y Telefónica se destacan como grupos dominantes, si bien en algún caso existen grupos emergentes (como el de Vila-Manzano-De Narváez) que aspiran en el futuro a incrementar su participación en el mercado. (Los dueños de la palabra. Guillermo Mastrini y Martín Becerra. Prometeo)
Estas concentraciones no fueron fruto de la libre competencia y de la utilización cristalina de las oportunidades ofrecidas por la libertad de mercado. El grupo Clarín debió su despegue económico a sus vinculaciones con la dictadura y con cada gobierno electo logró alguna conquista que consolidó su posición dominante. Aunque existan proporciones distintas otros grupos empresarios también debieron su encumbramiento a sus buenas relaciones con el gobierno de turno (Telefónica, Hadad, Pierri, Vila-Manzano-De Narváez).
En ese marco, ¿se puede esperar de los acaudalados propietarios de los medios de comunicación la promoción de debates profundos, la divulgación de posturas ideológicas no predominantes, la publicación de denuncias que afecten a su rentabilidad o de las opiniones divergentes con sus intereses económicos? ¿Pueden ser la garantía del derecho a la información de la ciudadanía, considerado como es en la actualidad un derecho humano básico?
Serge Dassault, al momento de asumir su cargo como nuevo propietario del diario Le Figaro, dio pruebas contundentes de la postura empresaria cuando declaró a los redactores: “Desearía, en la medida de lo posible, que el diario pusiera más de relieve nuestras empresas. Creo que a veces hay informaciones que requieren mucha precaución. Como por ejemplo, los artículos sobre los contratos en curso de negociación. Hay informaciones que hacen más mal que bien. El riesgo consiste en poner en peligro intereses comerciales o industriales de nuestro país” (Le Monde, 9 de septiembre de 2004). Al pronunciar “nuestro país”, seguramente pensó en su fábrica de armas Dassault-Aviation. Por eso, para protegerla censuró una entrevista sobre la venta fraudulenta de aviones Mirage a Taiwán. Al igual que una información sobre las conversaciones entre el presidente francés Jacques Chirac y su homólogo argelino Abdelaziz Bouteflika, sobre un proyecto de venta de aviones Rafale a Argelia (Le Canard Enchaîné, 8 de septiembre de 2004) (Citados por Ignacio Ramonet).
Por su parte, la prensa vernácula tiene numerosos ejemplos de cómo ha condicionado lo publicado. Esos intereses también habrán sido puestos en consideración por los directivos del diario Clarín cuando, el 27 de junio de 2002, ante los crímenes de Darío Santillán y Maximiliano Kosteki perpetrados por los efectivos policiales en la víspera, titularon en su portada: “La crisis causó dos nuevas muertes”, como una manera de preservar las buenas relaciones que tenía con el entonces presidente Eduardo Duhalde.
Los periodistas se han acostumbrado y han asimilado esos condicionantes a su labor profesional, a veces con resignación y otras con obsecuencia. Saben muy bien en cada redacción la información que se puede o no publicar, la que debe ser jerarquizada y la que debe minimizarse, cual debe ser catapultada como noticia catastrófica o cual edulcorada en función de la línea editorial impuesta por el medio, condicionada por los intereses económicos y políticos de su propietario.
“Los grandes medios de comunicación producen las noticias que transmiten. Esto es algo que olvidamos con frecuencia. Los medios son emisores además de transmisores. No son el tablón de corcho donde cada persona cuelga su aviso sino que, como el uranio emite radiaciones, los llamados medios emiten su versión del asunto, su versión de la realidad. No es el periodista quien utiliza el periódico para transmitirnos algo, es el periódico mismo y evidentemente no me refiero al pedazo de papel sino a la empresa sin la cual ese pedazo de papel no existiría, la empresa que fabrica el periódico y contrata al periodista para que produzca una versión de la realidad y, al contratarlo, lo selecciona en función de sus intereses (Belén Gopegui, www.argenpress.com.ar, 21/05/2006).
La función de los medios de comunicación es encontrar explicaciones ante el cuadro complejo que aparenta ofrecer la sociedad para cualquier simple observador, debe brindar lecturas sencillas de esas composiciones para que el grueso de los receptores esté en condiciones de entenderlas. Para que la ciudadanía tenga la posibilidad de introducirse en una visión racional del mundo, para que el inmenso bombardeo de variables, informaciones, estadísticas, encuestas e interpretaciones tengan como especial preocupación simplificar las representaciones de esos mensajes y que contribuyan a la determinación de acertadas conclusiones, mediante la labor de selección y jerarquización de temas y la elaboración de la agenda.
Estas cuestiones exigen rigurosidad desde el punto de vista de la presentación de las noticias, no pueden coexistir con el sensacionalismo, la ligereza, la manipulación y la irresponsabilidad. La inexistencia de un código deontológico hace que muchos de esos límites puedan vulnerarse cada vez más alegremente.
En esa permanente recreación de historias que tiene como función la labor periodística, la versión publicada no sólo está condicionada por la subjetividad del redactor, sino, esencialmente, por los intereses de la corporación que produce la información. Las críticas son penadas con el ostracismo mediático y la permanencia de los referentes políticos o sociales depende de la funcionalidad que tengan para el ordenamiento temático efectuado en dicha agenda. Esas conductas perversas fueron sufridas por periodistas prestigiosos como Pablo Llonto y por el senador (m.c.) Ricardo Laferriere, entre muchos otros.
La máquina de estupidización y de divulgación de banalidades en que se han convertido la inmensa mayoría de los medios audiovisuales, en función del rating y de la consiguiente obtención de mejores tarifas y mayores porciones de la torta publicitaria, no dejan lugar a dudas sobre las expectativas que puede ofrecer para que tanta creatividad sea puesta al servicio de plantear los temas centrales que agobian a la ciudadanía y sus posibles soluciones, de proponer los debates decisivos sin tener que limitarlos a las exigencias de las tandas publicitarias o los esquemas de programación. En general, la programación tiende a pasar a un segundo plano a los diversos contenidos que se ofrecen, sólo tienen utilidad en función de mantener la atención del televidente hasta que llegue la próxima tanda.
Necesariamente el camino a emprender para superar esta distorsión del mensaje mediático pasa por separar el contenido de la publicidad, que los conductores y periodistas vuelvan a estar preocupados por la esencia de la comunicación: informar, formar y entretener y no por el “chivo” o el auspicio que les da sustento o el “kiosco” que armaron paralelamente para incrementar sus ingresos.
La alternativa sería una prensa libre, que no dependa de la concentración masiva de capital ni de la publicidad para sus ingresos y que involucre a gente comprometida que esté interesada en comprender el mundo y participar en una discusión razonada sobre cuál debería ser la estrategia más adecuada para alcanzar esos fines. Si la comunidad considera a los contenidos de los medios de comunicación como algo importante para poder vislumbrar un futuro promisorio para el conjunto de la sociedad, evidentemente los medios de comunicación no pueden continuar en manos de empresarios inescrupulosos.
Si fuera así comprendido, la sociedad a través del estado debería garantizar los recursos necesarios como para poder solventar inversiones, insumos, remuneraciones y producción; desvinculando totalmente los contenidos de la captación publicitaria. La conformación de la línea editorial y la programación no deberían estar a cargo de funcionarios designados por el gobierno, sino de un directorio compuesto por miembros representativos de la sociedad, como sindicatos, universidades, organizaciones no gubernamentales, artistas, periodistas e intelectuales, electos democráticamente, que sean los encargados de diseñar los lineamientos estratégicos y de designar a los encargados de instrumentarlos.
En cuanto a los medios públicos la cuestión pasa por discernir los límites entre estado y gobierno. Tradicionalmente, estas áreas jurisdiccionales se confundieron y no hay síntomas en la actualidad de que el criterio vaya a cambiar. Los contenidos e información no pueden estar bajo la órbita de la verticalidad del gobierno de turno o sometido a todo tipo de presiones -desde distintas esferas gubernamentales hasta de punteros políticos- hacia los funcionarios que pretendan sostener un criterio pluralista.
En ese sentido, existen importantes antecedentes en el mundo de los cuales habría que imbuirse para tomar en consideración. La BBC es un claro ejemplo, dado que independientemente de los políticos que conforman el Ejecutivo británico existe una autonomía que garantiza estabilidad en su línea editorial y en la diversidad y calidad de sus contenidos. Esa concepción se encuentra tan internalizada entre los trabajadores de esos medios y en la comunidad misma que ante cualquier intento involutivo no se hacen esperar las denuncias, protestas y movilizaciones en defensa de preservar esas garantías democráticas conquistadas.
También hubo iniciativas interesantes en Francia, Alemania y España de responder al clamor de la ciudadanía de que los medios de comunicación sostenidos por el aporte de toda la comunidad no puedan manipular, sesgar, ocultar o desfigurar la realidad en función de los intereses del gobernante de turno, de independizarse de la participación en la torta publicitaria y de promover la elevación del nivel cultural de la población presentando contenidos que estén a tono con esa demanda.
Con el mismo criterio señalado anteriormente, los medios públicos deberían estar conducidos por un organismo pluralista y representativo que determine su línea editorial, los contenidos, la programación y las estrategias comunicacionales que la sociedad requiera.
No desarrollar a fondo este debate dejará librada a la ciudadanía a que el mensaje mediático siga determinado por intereses subalternos y no por el progreso social. Que se condicionen los temas prioritarios o que se los subordine al machaque informativo sensacionalista de todos los medios, que reproducen hasta el hartazgo los dichos de Maradona, los exabruptos de De Nárvaez o Reutemann, el conventillo de las chicas de Tinelli, los candidatos que besan niños o hacen de bailarines o artistas para ganar simpatías, el tratamiento superficial de la inseguridad o las proclamas represivas y racistas de cualquier irresponsable.
Es evidente que los grandes problemas argentinos no pasan por esos andariveles y lo único que podemos lograr por ese camino es que siga el baile ambientado en la cubierta del Titanic, hundirnos cada día más en la ciénaga de la crisis sin salida. Mientras estamos distraídos en esos fuegos de artificio, sigue actuando la maquinaria de la corrupción, el clientelismo político, los sin techo continúan exhibiendo sus miserias, miles de nuestros niños amenazados por una infancia sin futuro y las familias trabajadoras asoladas por un mundo sin perspectivas.
Publicado en www.argenpress.com.ar el 2-11-2009
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